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Los mareos y maravillas de viajar

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Deberían darme una medalla por sobrevivir a tantas despedidas y a volver tantas veces a mi escenario costarricense. A la mierda las hazañas de caballeros, nobles o comandantes militares; los que poseemos corazones tan estripados como el paño de secar trastes somos los verdaderos acreedores de las medallas doradas para cubrir los huecos del pecho. Y es que el altísimo en el que no creo tiene una amplia pero reducida cantidad de torturas para el alma: proveer la experiencia y luego hacerme volver al país en donde el ICE le pide a los usuarios que modere el uso del internet.

El relato empieza cuando la soñadora se monta en la nube y no en la arepa voladora. Empieza cuando el taxi llega a su destino y nadie contesta pero la ebria y acogedora recepción media hora después convence. Y los demás días convencieron aún más porque en la franja de tierra que reposa entre placas tectónicas existe algo que allá no: una familia. En la franja andina de Joe Vasconcellos e Inti Illimani existe un depa en el que tres personas llevan más de dos semanas juntos y que no tienen marcas de agresión en el pescuezo o signos similares comunes en la mayoría de los individuos independientes que he tenido la dicha de conocer. No dormí en el suelo y compartí cama y compartí alegría y compartí guaro. Se carretió a más no poder y gracias a Pablo descubrí la teleserie que me mantendría entretenida en tres de las horas de tortura aeropuertaria. Villa hace unas empanadas no empanadas deliciosas de insertepalabrachilenaquenosepronunciar con insertepalabrachilenaquenorecuerdoqueessinonimodechimichurri y Octavio nos presta la pieza y la alegría para los tourcitos no profesionales ni remunerados en lucas. Estrellita dorada para los chiquillos por hacer maravillosa la experiencia de viajar.

Desde la Moneda los turistas nunca verán lo que ellos ven y las empanadas de pino saben mejor en el local escondido en una de las esquinas. El erizo punza en puta, la vida es cara y la recompensa no tanto. Acá no hay Nerudas ni Parras si no el blues universal del universitario esforzado que devora pasta con pollo e historias a más no poder, acá los tours empiezan a las once y media y terminan a las tres bajo la luz de la autóctona luna y del televisor que no pasa nada bueno a esas horas de la madrugada. La Piojera es otro mundo con sus terremotos, sus borrachillos que se disfrazan de discapacitados (se parece pero...) y las señoras que cuidan y le piden sopapos a extraños. Acá la llevan demasiado suave al inicio del semestre y al inicio de la semana y al inicio de la hora. Acá se baila jugando Tomanji, se venden indios pícaros y se ve el mundo desde lo más alto del Santa Lucía (aunque me contaron que el San Cristóbal es más alto que la cresta, queda pendiente la confirmación). Acá hay chance de encontrar extraños interesantes, no asaltantes. Acá la gente es lo suficientemente memorable para recordar el nombre y al rato el apellido.

Epílogo
El muchacho del bus se llama Alejandro y es una teja y el Américo dijo hasta luego pero desapareció y no volvió más. La Dani y yo bailamos como a las dos de la mañana porque chao con todo y porque me pegaron la maña de ponerle artículo a los nombres. Escribo sentada en un restaurante de tercera con precios de primera con promesa de wifi y cumplimiento que no hay. Falta hora y algo para tener posibilidad de conectarme a la nube y tirarme todos los capítulos de la novelilla chilena esa. Quiero volver a la cima del Santa Lucía y puta que extrañaba los cigarrillos. Me quedó pendiente escribir de Jake Bugg y de ese nudo en el estómago que generan los choques de visiones. Quizá vuelva algún día y vaya a Bellavista y quizá cuando vuelva me pregunte si el vivir en un sitio lo ciega a uno de su belleza. Porque a Juli no le gusta Santiago y creo que a ellos tampoco pero para mi es infinitamente más lindo que mi hueco y, dejando de lado las comparaciones, tiene un maravilloso encanto.

(Nota: Este blog y la persona que lo escribe tienen un nivel de patriotismo que está por el culo).

II
Luego de haber finalizado todos los párrafos que están antes de este, me permití vivir las cinco horas más aburridas de mi joven existencia marinadas en un café horrible y con palabras de un nicaragüense bien curao. Hasta ebrios nos detestan, wow. La falta de internet es más que desesperante y, una vez más, ojalá que le caiga un piano encima al que maneja la logística de Avianca. Chile, te quiero pero odio tu aeropuerto. Y quiero ver Mamá Mechona o algo, maldita sea, ¿es mucho pedir una conexión decente y barata para los pobres pasajeros que están desesperados por mandar un solo mensaje? Avianca, te odio infinitamente.

III
Chile me despidió con un terremoto y Costa Rica me dio la bienvenida sin señal y sin internet. Nada que decir.

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