No lo sé, me gusta hablar de San José. Me fascina la ciudad de las miradas ausentes y las zapaterías que suenan reggaetón. Me obsesiona la ciudad de las historias y los chayotes al por mayor. Ella tiene la suficiente delantera como para almacenar su tablet pero en sus estándares de belleza (y decencia quizá) es aceptable que se note que el artefacto combina con su brasier de leopardo y no lo sé, simplemente no puedo. Llámenle elitismo del este o de la sección bonita de la fruta arriba del mar (¡NO vivo en Sabanilla, carajo! ¿Acaso resulta tan difícil recordar el nombre del otro distrito que termina en -illa?) pero simplemente no puedo con las muchachas (¿muchachas?) embutido y los hombres con dibujos en el mohawk (¿mohawk? ¿mójauk? ¿mójoc? ¿exceso de gel en la jupa medio rapada?) y lentes de sol de cebra a las 11 de la noche.
Son las 9.45 de la noche y hoy un anciano de 70 años (mínimo) me detuvo para decirme que me veía bonita. El sol de media tarde hace imposibles los paseos en jeans por la avenida pero los pantalones cortos atraen miradas. No soporto ser observada pero los audífonos y las posibles historias de los otros transeúntes (probablemente la mayoría va pensando "¡ay no, me va a dejar el bus!") minimizan la molestia. En San José es fácil sentirse como una oveja rodeada de lobos pero a la vez es fácil creer que el disfraz canino que uno posee es efectivo gracias a la música, el paso constante y la mirada matadora (???). Mi parada la cambian cada semestre y a pesar del miedo aprendido, adoro ir a pasear a mi pseudociudad.
San José: intersección de múltiples absurdos y generador de sentimientos encontrados.
(Nota: AMO a Lily Allen <3 ^ n)
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